Gárgolas insomnes

Noviembre 30 de 2008

Fe de pecatas

En el segundo texto con Jaramar como pretexto, hice una evocación de Amparo Ochoa en el Museo Universitario del Chopo y, al día siguiente, desperté con tres versos en la mente: "Parecía sonreírme, como queriendo decirme: Mira, estoy lleno de nidos". Había pasado mucho tiempo
-imposible saber cuánto- desde la última vez que escuché esa canción, pero la memoria completó su letra bajo la regadera y supe que asociaba el recuerdo adolescente de aquel concierto en el Museo del Chopo con una exposición de "cartones" que tuvo lugar también allí a propósito de los árboles, quizá de la ciudad y quizás en su defensa (de los árboles, obviamente, y, en consecuencia, de la ciudad). En uno de los "cartones", alguien mataba a un árbol y otra persona le decía: "Te voy a acusar con Alberto Cortez".

El folleto con las letras de las piezas que componen el disco dice que la canción «Las aguas van», de Jaramar misma, está "inspirada en textos del siglo XV", ambigüedad que equivale a casi nada, más allá del "afán de contar que había habido una fuente de inspiración para el tema y el tono de la canción". Jaramar se refiere a textos poéticos anónimos de mujeres europeas, principalmente españolas, del siglo XV, "varios y diversos".

El mismo folleto dice que la canción «Qu'es de ti, desconsolado?» es de los siglos XV y XVI y la atribuye a Juan del Enzina, por lo que yo preguntaba si el autor la había compuesto durante dos siglos. Jaramar aclara que Juan del Enzina vivió de 1468 a 1529 y por eso ella ubica su música entre dichos siglos, "simplemente para darle un contexto temporal".

En el texto corregido, yo preguntaba si Federico García Lorca había musicalizado «Anda Jaleo», para señalar con sorna que el folleto omitía créditos al autor de la música. Según yo, era obvio que García Lorca no había compuesto la música del texto anónimo que recopiló, pero Jaramar aclara de nuevo: «Anda Jaleo» es una de las 12 bellas canciones populares españolas que recopiló, armonizó y difundió Federico García Lorca. En ningún sitio de Diluvio dice que él la musicalizó. García Lorca era músico también y un enamorado de la tradición musical y lírica del sur de España y recogió estas canciones reuniéndolas en una colección. Son canciones que conozco desde hace mucho tiempo y que he cantado y grabado en distintas ocasiones y de distintas maneras: desde mi participación como cantante de Ars Antiqua, en el primer disco de esa agrupación grabé «Tres morillas de Jaén»; en «Duerme por la noche oscura» grabé «Nana de Sevilla» y «Romance de los pelegrinitos», además de que en concierto he cantado varias más. Ahora tocó el turno a «Anda Jaleo», que estaba esperando en el cajón desde hace varios años.

«Duerme por la noche oscura», un disco de nanas o canciones de cuna, por cierto, incluye una pieza llamada «Arbolé, arbolé», con letra de García Lorca y música de Alfredo Sánchez... Confieso mi ignorancia respecto a que el también dramaturgo español fuera músico, y confieso mi vergüenza respecto a esa ignorancia porque García Lorca fue uno de los escritores más importantes en mi vida, al menos en mi primera juventud; fue el primer poeta que leí sin que me llevara de la mano la música de Serrat, y en su momento me supe de memoria sus romances más conocidos. Si alguna vez leí que además era músico, lo olvidé...

Por último, en la nota al calce donde preguntaba si García Lorca había musicalizado «Anda Jaleo», también daba por hecho que adjudicar «La Martiniana» a Andrés Henestrosa omitía créditos al autor de la música. Ahora veo que no solo Jaramar atribuye a Henestrosa dicha canción y otras, letra y música. Yo tengo dudas al respecto, pues este personaje (pluma del PRI, repetidor de lugares comunes como si fueran obra suya) puede tipificarse junto con nombres de la ralea de Eraclio Zepeda y Macario Matus, que se adornan con el trabajo de otros y hasta lo cobran, por dar solo una muestra de su absoluta deshonestidad (además no me gustan las canciones dizque de Henestrosa). No obstante, mientras nadie diga saber de quién es la música de esas canciones, le concedo razón a Jaramar. "Allí faltó, por lo menos, un ápice de cuidado", terminaba diciendo la nota, y la falta de cuidado era mía.

Gracias a Jaramar, como siempre, por ampliar nuestro horizonte.

[] Iván Rincón 6:55 PM

Noviembre 16 de 2008

Crónica periférica de una noche diluviana

Tema cuatro

Llegar al Lunario del Auditorio Nacional, en donde tendría lugar la presentación "oficial" de «Diluvio», el décimo disco de Jaramar como solista y el primero como compositora, no fue menos estresante que llegar a Radio UNAM. La diferencia es que aquella vez lo hice en taxi y ahora llevé coche, pero en ambos casos la elección del medio de transporte fue un error. En esta ocasión no podía llegar tarde, así que salí con tres horas de anticipación para hacer unas compras, comer en la calle y tomar café por segunda vez desde que mi colon dejó de tolerarlo el año pasado. Al ver, sin embargo, el congestionamiento causado por las obras en Río Churubusco, decidí llegar primero al Auditorio, comprar un boleto para el mejor asiento disponible y usar el tiempo restante para lo demás, que no estaba de más, pero ya era lo de menos.

Supongo que el engentado ambiente en la zona hotelera de Polanco y sus alrededores, pletórico de centros nocturnos tipo "disco", es más o menos el mismo los viernes y sábados por la noche, a lo que habría de sumarse ahora un concierto de Alejandro Fernández en el Auditorio Nacional. Quizá nunca falta un personaje por el estilo y su multitudinario público, también por el estilo, en ese recinto monstruoso, pero creo recordar que yo no había estado allí de noche desde que Serrat presentó su disco «Bienaventurados» hace veinte años, o quizá desde que Los Hermanos Rincón participaron en un concierto de Óscar Chávez con parodias políticas de canciones infantiles y después nos fuimos todos a emborrachar a las oficinas de Ediciones Pentagrama. Había pasado por allí de día, cuando seguramente no había ninguna actividad comparable con la de esta noche en que padecí la ciudad con toda su intensidad... ciudad de la esperanza de encontrar lugar en donde estacionar el coche sin que nadie lo maneje ni me venda protección. Pinche ciudad, la detesto.

Con una apremiante y creciente necesidad urinaria, comencé a perder el tiempo que supuestamente me sobraba, buscando en donde estacionar el coche que debí dejar en su casa. Por lo menos cinco grandes calles de diámetro alrededor de la zona hotelera son territorio gobernado por franeleros (el síndrome de Coyoacán). El Auditorio es gobernado por revendedores de boletos, que también compran. La policía sirve para detener el tránsito vehicular y permitir que los peatones atraviesen Paseo de la Reforma. La que abunda en las afueras del Auditorio, además de abundar, no hace nada.

Hasta entonces había temido que, por no comprar mi boleto con antelación, ya no encontraría un asiento cercano al escenario. La prolífera presencia de revendedores me hizo creer que estarían agotadas inclusive las localidades más alejadas. Junto al Lunario, las entradas al estacionamiento estaban cerradas con letreros inmensos de letras rojas que decían: "CUPO LLENO". Todo parecía señal de la misma suerte...

Cuando llegué al Lunario, en cambio, todavía no entraba en funciones "el sistema", un modernísimo aparato de complejidad extraordinaria, compuesto por diversas máquinas y varios empleados, que sirve para vender boletos en la entrada y asignarle al público el lugar que haya elegido al comprar su boleto. Eso estaba programado para las nueve de la noche, una hora antes de que empezara el concierto. Pedí permiso entonces para entrar al baño y, una vez libre de esa urgencia, anticipé una mirada al espacio, y noté que las localidades de 200 pesos estaban más alejadas del escenario que las de 300, pero en una posición elevada, por lo que decidí ubicarme en una de ellas.

Durante el concierto se venderían bebidas y alimentos, pero no café (hecho que sigue pareciéndome inexplicable y hasta increíble), así que pregunté dónde había una cafetería y me dijeron que no había semejante cosa en ninguna parte del Auditorio, que fuera al restaurante de lujo que está frente al Lunario. Por supuesto, no hice eso; caminé hacia el metro y pregunté de nuevo en un puesto del Gobierno de la Ciudad, donde me informaron que la cafetería estaba en la antesala del Auditorio. De paso pregunté por qué había tantos revendedores y tanta policía en el mismo lugar y al mismo tiempo, y la respuesta fue una burla con efecto de bumerang: la policía permite la reventa de boletos porque nadie la denuncia. ¿Para qué necesitan la denuncia de algo que ocurre en sus narices? ¿Por qué no se aplica la flagrancia? ¿Por qué se llama entonces policía "preventiva"? Es que debe haber denuncia, me explicaron los funcionarios, muy atentos y didácticos.

Lo bueno es que yo iba a una presentación de Jaramar y la reventa se daba nada más para el concierto de Alejandro Fernández. Para el público de la estrella más brillante de la noche sobraba espacio, lo cual me tranquilizó en ese momento, pero después lo he lamentado sin saber a quién culpar. ¿A la sociedad de consumo? ¿Al capitalismo de tercer mundo? ¿A la televisión comercial? ¿A la deficiente difusión de la propia artista y su equipo? ¿Al invierno? ¿A la luna? ¿Será que la intensa actividad de Jaramar por estos días reunirá entre todas sus presentaciones a un público equivalente en cantidad al de Alejandro Fernández por una sola noche? Habría que hacer cuentas. Lo seguro es que la disyuntiva entre calidad y cantidad es falsa. Una prueba de eso, incluso en el Auditorio Nacional, es Serrat.

Para entrar por un café a la antesala del Auditorio tuve que presenciar antes un pleito verbal entre señores del público y uniformados... El ambiente en general era demasiado aprehensivo; todos parecían tener prisa, estar neuróticos, aturdidos, sofocados a pesar del frío; se respiraba un aire viciado principalmente con humo de cigarro y ruido. Según Octavio Paz, las metrópolis modernas son aglomeraciones de solitarios. Según yo, son simples masas de gente mareada, manadas sin guía... ¿Y qué tienen de modernas?, pregunta mi otro yo.

El policía que me informó de quién era el concierto lo hizo enojado. "¿Y quién carajo es Alejandro Fernández?", pregunté por segunda vez, pero alejándome del informante, hablando solo, de hecho, para dejar frustradas sus ganas de golpearme. Lo bueno es que se trata de Alejandro Fernández y no de Madonna, pensé.

De regreso en el Lunario, aunque ya pasaban de las nueve, todavía no funcionaba "el sistema" y, en cuanto comenzó a funcionar, sufrió su primer trastorno. El croquis que le mostraban a uno en la entrada no coincidía con la cantidad real de mesas y sillas, que evidentemente era menor. Y los empleados se hicieron bolas con la dificilísima tarea de vender un boleto y llevar al comprador de ese boleto al lugar que había escogido.

Según el croquis, solo quedaban asientos disponibles hasta atrás, así que escogí el más céntrico y menos atrasado. El vendedor se fue y nos dejó sufriendo una corriente de aire gélido frente a la taquilla. En la espera, la gente de "seguridad" le pidió una identificación a una mujer de 33 años porque, según ellos, parecía menor de edad. Se parecía más bien a Arcelia Ramírez, pero bellísima, con una piel impecable y una sonrisa luminosa. Hice un comentario sardónico sobre la inteligencia del "sistema" y, con sorprendente familiaridad, ella me contó que había ido a comprar su boleto unos días antes y le dijeron que allí no había boletos para ningún concierto de ninguna persona que se llamara Jaramar.

Al entrar, compré una copia del disco en edición especial, cuya caja se despliega cuatro veces y muestra una pintura abstracta sin letreros ni sellos que la contaminen, además de contener un folleto cuya portada es el rostro de Jaramar en un ángulo mínimamente iluminado y maquillado de tal forma que parece más indígena que mestizo. La vendedora del disco era su hija, por cierto, una muchacha tan guapa como displicente, según mi primera apreciación.

Una mesera me pidió el boleto y dijo que no había mesa con el número que yo había escogido, así que me llevó a otra mesa ubicada en la orilla del salón y pretendió que además la compartiera con dos personas. Le aclaré que yo había escogido una mesa céntrica y ella tuvo que hablar entonces con su jefe, luego de lo cual me llevó a una mesa céntrica y más cercana de lo que yo esperaba al escenario. Minutos después, llegó un gerente a decirme que no podía quedarme en esa mesa porque era "la del jefe" y, antes de que yo tronara, me ofreció la mesa de enfrente, aún más próxima al escenario, y suficientes disculpas. En seguida, llegó la mesera con nueve mujeres detrás y las acomodó en tres mesas contiguas, una de las cuales era la mía, que les quedaba en medio. La señora que parecía asumir el liderazgo del grupo me preguntó: "¿No te importa quedar en medio de puras mujeres?" Le contesté que no y ella preguntó de nuevo: "¿Te importaría recorrerte un poco?" Le contesté que yo me quedaría en donde estaba, pero que ellas podían mover la mesa para ocuparla. Entonces decidió que las nueve se sentarían alrededor de una sola mesa "para estar más juntas".

A diferencia de Radio UNAM, con su puntualidad radiofónica, el concierto en el Lunario comenzó con quince minutos de retraso y entonces agradecí la injusta distribución de las mesas, porque una de las nueve mujeres no dejaba de hablar y otras simplemente no aplaudían. Durante el concierto percibí que los ocupantes de varias mesas parecían tener las manos ocupadas con lo que habían ordenado para consumir. En cambio, el único producto de consumo para mí era el que presentaban Jaramar y su grupo, lo mismo que su presencia. ¿Será siempre así el ambiente donde se consume bebidas y alimentos en la oscuridad durante un espectáculo más sonoro que visual? Personalmente me resultó demasiado extraño, aunque quizá lo único extraño allí era yo.

Luego de la presentación, que duró menos de hora y media, hice fila para pedirle a Jaramar una dedicatoria del disco y olvidar en cuanto estuve frente a ella que planeaba decirle: "¡Felicidades! Estuviste muy bien, como siempre. Lo único que no me gustó nada es que terminara el concierto".

Testigo del desfile de varias generaciones por el público de Los Hermanos Rincón, al verme formado caí en la cuenta de que nunca en mi vida había hecho algo semejante. Por el contrario, una vez renuncié a hablar con el Subcomandante Marcos al ver que atendía primero a sus fans en fila durante horas. Con ese rencor, entonces inconciente, noté que por lo menos Jaramar no escribía la misma dedicatoria para todos, que por lo menos pensaba la mía un poco más que las demás para que no fuera una más. Quizás eso sintió cada quien con la suya. "Para Iván Rincón, con la esperanza de que este Diluvio se quede con él. Jaramar", escribió bajo la letra de «La última palabra», canción que ha sido objeto de una polémica personal. Supongo que se trata de una coincidencia fortuita, que Jaramar abrió el folleto con las letras de las piezas que componen el disco y plasmó su dedicatoria en la primera página que tuviera espacio disponible. Lo seguro es que la última palabra es entonces Jaramar.

Por algún motivo, decidí leer su dedicatoria hasta estar en mi celda monacal. Había llegado al Auditorio vía Periférico, así que aproveché la hora para regresar por el centro, que solo entonces es transitable y hasta placentero. La noche había devuelto a las calles de la ciudad su mejor aspecto, el de la soledad, esa calma envenenada que los noctámbulos insomnes y solitarios por naturaleza y antonomasia podemos respirar al fin, la que sucede a la tempestad y, en esta ocasión, al «Diluvio» de Jaramar.

"Qué bonito sería el mundo si no fuera por la gente". Parece una frase de Quino, pero es de Woody Allen; la dice uno de sus personajes en «Días de radio» y lo mismo digo yo con respecto a la ciudad. Pensándolo bien, es su gente a la que detesto. Jaramar es una especie de isla en medio de un mar de miseria humana que debo atravesar para verla y escucharla en vivo... y ha valido la pena.

[] Iván Rincón 9:45 PM

Noviembre 15 de 2008

Diluvio de Jaramar en concierto y disco

Tema tres

La presentación en concierto del disco «Diluvio», con el que Jaramar debuta como compositora, significó una travesía musical, poética y reflexiva por épocas distintas y lugares distantes, cuyos caminos confluyen en el alma de la cantante y, a través de su voz y su presencia física, y el acompañamiento de su grupo, las del público sensible. Profundamente necrófilo, «Diluvio» es la confirmación de la madurez de Jaramar como artista completa que siempre había cantado a la vida y al amor ante la presencia de la muerte que también es ausencia y pérdida. Símbolo de esa dualidad que asume su lado oscuro como tierra fértil y fecunda inspiración en dónde sembrar viento para cosechar tempestad, es «Diluvio», producto de una exploración sombría en la medida que las sombras son proyectadas por luz, un trabajo brillante a pesar de su densa oscuridad, como un astro luminoso en el cielo negro, una obra cumbre, sin temor a exagerar, que difícilmente encontrará público a su altura.

La presentación fue en el Lunario del Auditorio Nacional. Comenzó con retraso y menos público del que se esperaba. La cantidad de mesas y sillas en el salón era menor a la que mostraba el croquis en la taquilla y, de todos modos, no fue ocupada en su totalidad. Además, a diferencia de quienes hicimos fila después para saludar a la diva y verla de cerca, pedirle un autógrafo y acaso una foto a su lado, había gente que parecía no haber conseguido boletos para el concierto de Alejandro Fernández y, quizá por eso, no aplaudía ni dejaba de hablar.

Jaramar tomó posición al centro del escenario y, antes de que prendieran las luces, sonaron los primeros aplausos. Elegantemente ataviada con un vestido morado medio vino casi lila un poco azulado, la cantante morena y delgadísima, de cabello corto pero bien despeinado, y los cuatro músicos de su grupo, al frente de tres instrumentos de cuerdas y una batería (curiosamente, ningún aliento), dieron inicio con «Mandad' ei comigo», una canción ideal para abrir cualquier recital de ahora en adelante, por su arreglo progresivo que rebasa en vivo el nivel de sonoridad moderado en el disco y alcanza un clímax cercano a la apoteosis. Primero tarareada y después cantada con su letra en gallego medieval o galaico-portugués (1), «Mandad' ei comigo», de Martin Codax, es representativa de la conocida faceta multilingüe de Jaramar y su reconocido mérito de actualizar reliquias y embellecerlas aún más, generalmente con una gran audacia técnica (desacertada en el caso de «La última palabra»). Al abrir con esta "nueva" inclusión en su repertorio, una de las tres piezas más antiguas del disco, la cantante prepara y pone a prueba la asombrosa potencia de los pulmones y la garganta, y despierta de entrada la sensibilidad dormida en el público.

Fueran en español o algún otro idioma, era prácticamente imposible apreciar las letras de las cinco o seis canciones iniciales del concierto, porque al parecer el volumen de uno o más instrumentos de cuerdas estaba demasiado alto. Como en una cantina o algún lugar por el estilo de Sanborns, la gente que hablaba lo hacía también a todo volumen.

Sin anunciarla ni hacer comentario alguno, Jaramar cantó entonces «La última palabra» (2), probablemente consciente de que "todo lo que diga puede y será usado en su contra", tanto como la omisión de los créditos al autor en el álbum, al menos en la edición especial, que estuvo a la venta en la presentación. Dicha pieza es la primera del disco, hecho que redondea el desacierto. Lo bueno es que el reproductor de audio de mi computadora tiene el defecto de repetir los discos si no lo apaga uno a tiempo, así que me basta con saltar esa canción para que la primera sea «Mandad' ei comigo», como en el concierto, y «La última palabra» sea efectivamente la última.

En total, «Diluvio» reúne catorce piezas, cinco de las cuales son composiciones de Jaramar, incluyendo una "inspirada en textos del siglo XV" (algunos créditos están incompletos o son ambiguos), cuatro gallegas y tres españolas, antiguas o "tradicionales", y dos del Istmo oaxaqueño. En su presentación, la cantante, compositora y artista plástica no dio a conocer la totalidad del nuevo material, pero ofreció un encore de dos títulos imprescindibles en su repetitorio, «Flor de azalea» y «La llorona».

Las actitudes corporales de Jaramar tienen algo de ave en pleno vuelo que disfruta del viaje tanto como quienes lo escuchamos, lo miramos y admiramos (sobre todo, yo). En esta ocasión, sin embargo, el aspecto visual del espectáculo desaprovechó las posibilidades técnicas del Lunario, principalmente las dos pantallas gigantes que flanquean el escenario, y las "rolas" más rítmicas y bailables, como «Anda Jaleo», "anónimo español recopilado por Federico García Lorca", afirman una voz espléndida, como siempre, pero niegan a la cantante como bailarina.

Finalmente, la presentación "oficial" de «Diluvio» dejó sonando en la memoria los últimos versos de la pieza homónima del disco: "Y al quemar tus naves, morirán las rosas, las enfermas rosas", versos unidos a su música tan indisolublemente que, después de escucharlos en la voz de su autora, es imposible recordar una cosa sin la otra. Por sí solos, estos versos no tienen el mismo efecto, si acaso tienen alguno (quizá la evocación de una escena incendiaria, como el final de la película «Motín a bordo»). "En tus alas niego el tiempo", es el verso que más me gusta de esa canción... Igualmente memorable es el ritornelo de «Río profundo», acompañado por Jaime López en el disco: "Para despertar con mi nombre, la noche me trajo el silencio". Ambas composiciones emergen simbólicamente de una dualidad (vida y muerte, día y noche, amor y pérdida) a la que se refiere Jaramar en el texto introductorio del álbum, texto que dijo de memoria por partes entreveradas con algunas piezas en el concierto. Al presentar «Río profundo», algo tocó fibras sensibles y tan hondas como ese río de sueños en el que "solo hay muerte", pero las palabras preliminares no están en el folleto con el texto introductorio y las letras, y yo lamento profundamente no recordarlas ni haber llevado mi grabadora digital, que tiene años guardada.

En sus «Diarios del Diluvio», la compositora reconoce que las letras de sus canciones son "densas", y lo son en la medida que recurren a un lenguaje de símbolos, no metáforas, valga la distinción, como Borges define a la poesía. No hay necesidad de entender el mensaje literalmente si transmite una emoción a través de la magia musical de las palabras y el mágico lenguaje de la música. Eso hacen las composiciones de Jaramar...

En cuanto a la audacia técnica de los arreglos que actualizan obras antiguas, «Diluvio» contiene dos ejemplos tan representativos como contrastantes. «A lavandeira da noite», con lejanos coros de Jaramar misma, habla del fantasma de una mujer que, según la tradición gallega, "murió de parto" y aparece en los arroyos lavando la ropa de quienes están por morir. La belleza del sonido en este caso impresiona por su espectral sutileza. Escuchada en vivo, la canción resulta más sencilla, pero no gusta menos. «Qu'es de ti, desconsolado?», en cambio, es una pieza española de Juan del Enzina (1468-1529). Con una letra en castellano barroco, su versión actualizada "progresa" armónicamente hasta llegar a rock peso medio... Ya entiendo por qué las tiendas Gandhi clasificaban antes algunos discos de Jaramar como new age y ahora que se han informado arduamente los tienen en la sección de "música electrónica".

Jaramar siempre ha sido inclasificable, más por su extraordinaria calidad en general -imposible para alguien de clase ordinaria clasificarla- que por la extravagancia de alguna fusión rítmica (¿dónde quedó el género?), en su caso lo menos especial, así sea incomprensible, como la poesía, para un público embrutecido por la televisión comercial, entre otras toxinas. Y «Diluvio» es un disco para empaparse de Jaramar, de su creación y su trabajo en equipo, su cautivadora y seductora voz, como lo fue también esta "presentación en sociedad", que nos imbuyó de una presencia entrañable. Ojalá hubiera más gente como Jaramar y menos teleinvidentes. Ojalá hubiera un diluvio universal y el arca de Noé salvara nada más a Serrat, Jaramar y los amigos de ambos (espero estar entre ellos). ¡Al carajo la diversidad!

1) Al leer que la canción es gallega y del siglo XIII, recordé que Jaramar es considerada por algunos como "la Teresa Salgueiro de México", pues los idiomas gallego y portugués tienen un tronco común, pero ramificado hasta el siglo XV. Aun así, las voces de ambas cantantes me parecen muy diferentes, en parte porque el ritmo de «Mandad' ei comigo» transmite un estado de ánimo casi opuesto a la melancolía del fado. Al menos en este caso, Jaramar canta con más energía que Salgueiro, cuyo canto es generalmente dulce y suave, como en otros casos lo es también el de Jaramar... No sé quién cante mejor, pero puestos a escoger, prefiero a Jaramar, por razones que van más allá de la voz.
Las tres piezas de Martin Codax que incluye «Diluvio», por cierto, riman amigo, conmigo y el mar de Vigo a ritmos distintos, el primero vitalista, el segundo melancólico y el tercero plano y aburrido.

2) La letra original compuesta en español por Daniel C. Pineda, tal como se canta en Juchitán, ha de estar por ahí en una grabación de campo que yo mismo hice hace muchos años y que ya recuperaré para comparar con la versión que canta Jaramar. Por lo pronto, para conocer la letra en diidxazá, de Juan Stubi, también como se canta en Juchitán, recomiendo «Cantos de vida y muerte en el Istmo oaxaqueño», disco editado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, que, además de las grabaciones de campo, incluye una investigación antropológica hecha con rigor científico por Violeta Torres Medina (sin créditos en el exterior del álbum).
«La última palabra» o «Guendanabani Xhianga Sicarú» (Cuan hermosa es la vida) es una canción sagrada para los zapotecos del Istmo oaxaqueño porque con ella se despiden de sus muertos. El arreglo arrabalero, por no decir sacrílego, de la versión que canta Jaramar no se presta para compartir con el público este dato, menos aún cuando ni siquiera es mencionado el autor.

[] Iván Rincón 8:29 PM

Noviembre 2 de 2008

Diluvio de soledades

Tema dos

Al salir de Radio UNAM, donde tuvo lugar el concierto de Jaramar, caminé hacia Insurgentes y en el camino sentí que una soledad infinita me invadía; más bien sentí que una soledad del tamaño de la ciudad me había tragado y yo caminaba por sus calles; en realidad sentí que una soledad monstruosa me aplastaba como aplasto yo a las cucarachas que allanan mi camino, y sentí que sobrevenía una crisis depresiva dentro de la depresión con la que "vivo" desde hace más de una década. Era uno de esos instantes críticos en los que depende por completo de la actitud que yo asuma y de lo que haga inmediatamente si recaigo o sigo adelante, me doy por vencido o peleo, no necesariamente hasta vencer, sino por lo menos hasta que suene la campana, permito que las "enfermedades de por sí" me derriben o las mantengo a ralla durante otro round, prácticamente como si no existieran, hasta que dejen de existir en realidad, así sea con el fin de mi existencia...

Así me sentí y decidí llevármela tranquila, tomármela con calma para que fuera leve. Es probable que la ciudad misma se haya solidarizado conmigo. Ante la máquina de tarjetas del metrobús, me quedé hipnotizado a saber cuánto tiempo, hasta que llegó un policía y me instruyó (desde que estuve en Acapulco el año pasado, no había visto que un policía sirviera para algo). Qué pinche caro es este relativo mérito del peje, pensé, y en la eternidad de la espera recordé que el Gran Hermano, antes carnal Marcelo, autorizó el aumento de tarifas a los peseros sin obligarlos a reparar, si no el daño que provocan sus emanaciones tóxicas, por lo menos las máquinas que producen esa contaminación, impune y sistemáticamente, concentrada y en cantidades industriales, como las fábricas del siglo pasado, pero con la diferencia de que el transporte público en manos privadas -aberración social heredada por Manuel Camacho a su cauda mediocre pero ambiciosa de sucesores- no fabrica nada... nada más que veneno y estrés.

Para llegar a Río Churubusco tuve que hacer dos viajes, el segundo en el paroxismo del tumulto. Por fortuna, era demasiado tarde para evadir la depresión en los cines del Manacar o cenar por allí, así que bebí los 237 mililitros de Ensure con sabor a nuez que guardaba en la mochila y tuvieron un efecto sustancial en la química de mi cerebro. Aunque no llevaba los zapatos adecuados, caminé hacia Coyoacán y en el camino sentí que la soledad había vuelto a ser mi aliada. No es la primera vez que una caminata desde Insurgentes y Río Churubusco hasta Coyoacán me sirve de terapia y proceso algunos de mis peores lastres. En Coyoacán aproveché que era media noche y seguía dando servicio El Jarocho, lugar al que he terminado por detestar con una fobia iracunda. Tenía un año de no tomar café, que suele ser uno de los pasos previos a mis recaídas alcohólicas, pero todo tuvo su justa y sabia medida, y nada pasó a mayores; no sufrí estragos inmediatos ni trastornos de ninguna índole; por el contrario, beber café ligero y bien servido (pequeño milagro) en el camino de Coyoacán a Portales Sur resultó una delicia comparable con la presencia de Jaramar, que también tuvo su lado frustrante. Sin exagerar, yo habría sido feliz con una hora más de concierto y otros diez minutos de charla, pero la cantante, aunque es sorprendentemente accesible y sencilla, parecía tener, en cambio, una gran urgencia de hacer mutis. Yo le hablaba de trivialidades y nimiedades abstrusas que, si acaso tenían alguna importancia, era la de parecer coincidencias telepáticas, y ella me miraba con cara de qué carajo me hablas, ¿para esas babosadas me retienes? Por lo visto, su percepción no compensaba mi dificultad para expresarme luego de que la tensión con que llegué a Radio UNAM había empequeñecido mi voz hasta dejarla como la del tuberculoso Vito Corleone, y supongo que mis "vibras" tampoco favorecían el encuentro físico, pues el tiempo de música en vivo no había sido suficiente para relajarme.

Excepcionalmente viajo en taxi y esta vez lo hice para llegar con media hora de anticipación. Si nunca llego tarde al cine, mucho menos a un concierto. Cuando alguien llega tarde al cine, jamás le permito que se siente a mi lado. "¿Está ocupado ese asiento?", me preguntan y, sin dejar de ver la película, contesto que sí, porque lo estoy ocupando yo con mi chamarra o mi mochila o mi comida y ellos pueden sentarse en las escaleras para no molestar a nadie con su retraso. Como esta vez no disponía de carro ni sabía llegar a Radio UNAM (que transmitiría en vivo de nueve a diez de la noche), salí a la calle a las ocho y tomé un taxi que, justo a la hora que yo esperaba llegar y seguramente a unos pasos de mi destino, perdió la brújula y me dio un viaje adicional durante media hora más, que yo dediqué a despotricar y escuchar disculpas estúpidas, pues el taxista no solo había perdido el norte, sino también la dignidad. Cerca de las nueve decidí bajar del taxi y buscar el lugar a pie, pero el hijo de la chingada pretendía que le pagara lo que marcaba el taxímetro. Busqué un billete de veinte pesos, o cincuenta, en el peor de los casos, cuando no me quedaba ni un ápice de calma para contar morralla, y lo menos que encontré fue un billete de cien, así que terminé pagando lo que el cabrón me cobraba. "Serías menos deshonesto si robaras sin hacer que uno pierda el tiempo", le dije, además de insultarlo y amenazarlo en vano. Durante el concierto, al ver gente del público tomando fotos, recordé que yo también llevaba una cámara con la que podía fotografiar al menos las placas del taxi para no dejar impune al conductor. Ni modo. Si en mi época de reportero generalmente olvidaba usar la cámara que a veces llevaba en la mochila, ahora con más "razón", por llamar así a la prisa, la neurosis y el ofuscamiento, y la falta de práctica.

Llegué corriendo a Radio UNAM seis o siete minutos tarde, cuando Jaramar cantaba la primera pieza, y la mujer que me vendió el boleto dijo que, "por disposición oficial", no podía pasar mientras Jaramar estuviera cantando. Entonces entré al baño y salí cuando la canción había terminado, pero el monigote que recogía los boletos no alcanzaba la capacidad mental necesaria para distinguir la música del ruido que tenía en la cabeza y quería impedirme la entrada hasta que terminara la siguiente canción, que todavía no empezaba. "Nada más que no puede pasar", dijo, como si además de estar sordo fuera disléxico. "¿Nada más?", le pregunté. "¿Quieres apostar?". Con la adrenalina en el cuello, decidí que si ese descerebrado no se quitaba de mi camino antes de que empezara la siguiente canción, pasaría encima de él. "Hazte a un lado", le dije. "Un segundo", contestó, y puso el oído en una de las puertas. Un segundo era lo que me quedaba de tolerancia. "Ya pasó el segundo", pensé, y el monigote abrió la puerta, diciendo: "Puede pasar". Entré quitándome la mochila de encima y espeté: "¡Claro que puedo! ¡Pedazo de pendejo!" Ignoro si ese personaje infrahumano, al que acompañaba una mujer, es gente de Jaramar o Radio UNAM, pero estuvo a punto de que yo me desquitara del taxista con su cara.

Al terminar la hora que Radio UNAM transmitió en vivo, se repitió un pasaje de mi adolescencia, cuando la misma estación dejó de transmitir un concierto de Amparo Ochoa en el Museo Universitario del Chopo y ella bromeó que entonces comenzaba la mejor parte, la que no podía salir al aire por ser la más colorada. "¡Ahora sí, ya podemos emborracharnos!", exclamó. "Tenemos que irnos", dijo la locutora en esta ocasión. "Ustedes se lo pierden", bromeó Jaramar. Al sonar la rúbrica del programa, Jaramar volvió a bromear: "¡Esa es la canción que yo quería a cantar!" El encore comenzó con «Flor de azalea» y, mientras la cantaba, pensé que, si por mí fuera, cantaría en seguida «La tortuga». Y Jaramar cantó en seguida «La tortuga» para despedirse con «La llorona», dos canciones oaxaqueñas. Por haber adivinado la primera, supuse ingenuamente que Jaramar seguiría cantando mucho tiempo más, porque yo quería escucharla mucho tiempo más, pero terminó su concierto y comenzó mi desconcierto al ver que tanto ella como el público tenían suficiente. Una hora y dos canciones (la última al aire fue «Flor de azalea») me sirvieron apenas para abrir boca...

Mi desconcierto comenzó, de hecho, unos minutos antes, cuando alguien se puso a fumar en cuanto acabó el programa de radio. Era alguien tras bastidores o en la puerta de la sala; no era nadie del público, y la pestilencia del cigarro me hizo notar que todavía no bajaba la adrenalina que llevaba hasta arriba cuando encontré dónde sentarme.

Después del concierto recordé otro pasaje, ahora de mi niñez. Compré un disco de Jaramar que me dejó los dedos embadurnados de pegamento, así que lo cambié yo mismo por uno que estuviera limpio, para lo cual saqué varios de una vez. Eso alteró a la mujer que los vendía y que desatendió a todos mientras yo no me diera por servido, no fuera la de malas... Así de malas seguían siendo mis "vibras", supongo. Y recordé la época infantil en que yo vendía los discos de mi padre al terminar sus funciones y una vez me robaron... sospecho que fue un niño menor que yo. El disco que compré, por cierto, es de nanas o canciones de cuna. Se llama «Duerme por la noche oscura» y está ilustrado por Jaramar misma, a quien pedí que me lo dedicara cuando sus demás admiradores dejaron de acosarla con peticiones de autógrafos y fotos a su lado, que ella complacía sin hacer distinciones. "¿Cuál es tu nombre?", me preguntó. "Mi nombre es Iván... Iván Rincón", le respondí haciendo una pésima imitación de James Bond que más bien parecía la de Vito Corleone, y ella se quedó pensando unos segundos, o quizá dejó de pensar unos segundos, al cabo de los cuales yo esperaba que dijera: "¡Así que tú eres Iván Rincón!", y en vez de una dedicatoria pusiera un tache, pero no ocurrió eso. Volteó a verme y preguntó: "¿Con y griega o latina?"

-Con i latina, como está escrito en tu perfil griego -le respondí en voz baja, casi al oído, pero casi puedo asegurar que ella había bloqueado mentalmente la respuesta para no volver a dispersarse.

"Para Iván Rincón, un abrazo muy grande, Jaramar", escribió.

[] Iván Rincón 9:48 AM

Octubre 31 de 2008

La última palabra

Tema uno

Jaramar y yo habíamos tenido un intercambio de monólogos o diálogo de sordos acerca de «La última palabra», una canción centenaria que los zapotecos del Istmo oaxaqueño cantan a sus muertos como despedida y que ella incluyó en Diluvio, su nuevo disco, pero despojándola de todo luto. El arreglo, más que vestir de armonía la melodía, como suelen hacer los arreglos musicales, en este caso modifica la estructura del ritmo, que originalmente es una mazurca, para hacerlo alegre y bailable, y recurre a efectos electroacústicos propios de la música más efímera con fines exclusivamente comerciales, ligereza que había sido objeto de algunas críticas y objeciones mías. El arreglo en general y el efecto electroacústico en particular me resultaron del mal gusto, por no decir una aberración estética, así como una falta de respeto o rigor, dicho que a su vez me hacía parecer quizás un purista o puritano.

Cuando le pregunté a la cantante -que en este disco se estrena como compositora- por qué no había incluido la letra en diidxazá o zapoteco del Istmo oaxaqueño y si acaso había unido dos versiones en español, respondió a lo primero que la letra en zapoteco no tenía el "color" que ella buscaba; a lo segundo contestó con una generalidad abstracta sobre la personalidad de sus propias versiones y lo flexible y dúctil que es la música tradicional, contestación que yo interpreté así: en vez de unir dos versiones en español, como parecía, alteró la versión original; lo supongo y supongo también que es válido, aunque la canción tiene dos autores reconocidos, así que no es del "dominio público". Fue compuesta en español por Daniel C. Pineda, que la presentó en 1909, acompañándose con una mandolina. Posteriormente, Juan Stubi escribió una letra distinta en diidxazá, titulada Guendanabani Xhianga Sicarú (Cuan hermosa es la vida). Creo que los zapotecos del Istmo, al menos en Juchitán, prefieren la versión en diidxazá; la sienten más propia, por razones obvias.

Al desarreglo, concebido como para sinfonola de cantina o para "amenizar" una fiesta rascuache, lo califiqué "de calidad intermedia" entre las dos versiones que tiene Jaramar de la canción «Flor de azalea», de Zacarías Gómez Urquiza y Manuel Esperón, "una muy hermosa y la otra una vacilada"; pero algo inhibió mis críticas y me impidió llevarlas hasta sus últimas consecuencias. En primer lugar, yo parecía un conservador, como ya dije, y en segundo lugar, ella se mostraba demasiado susceptible y, aunque lo niega, estaba a la defensiva. Por no agredirla, si acaso era lo que ella sentía, me abstuve de decir que el efecto electroacústico (mi principal molestia), más que un chispazo arreglístico, parecía una ocurrencia ebria, y que el desarreglo en general no "modernizaba" ni "actualizaba" una canción tradicional, como probablemente pretendía, sino que la "acorrientaba" o "vulgarizaba", hecho que, si fuera la intención, también sería absurdo, pues los zapotecos del Istmo tienen cien años cantando esa canción por las calles en sus procesiones funerarias, principalmente, aunque también en sus borracheras de día de muertos. Mejor me remití a una película que no logro ubicar, en la que un grupo de músicos acompañan un cortejo fúnebre con música para la ocasión que de pronto cambia por la marcha de los santos y todos se ponen a bailar con singular alegría, hasta que la música vuelve a ser mortuoria.

Nuestro diálogo de sordos o intercambio de monólogos lo fue en la medida que Jaramar contestó como pensando en voz alta durante una sesión con el sicoanalista y yo parecía buscar cualquier pretexto para un ejercicio escritural, también terapéutico, aunque sospecho que ella nunca estuvo tan consciente como yo de nuestra falta de correspondencia. La "discusión", como la llamé, o "larga plática virtual", como lo hizo ella, está en hi5, por si alguien quiere leerla.

Finalmente, ayer en la noche pude ver en vivo por primera vez a la cantante, compositora y pintora, que además de llamarse Jaramar (Nuestra Madre la Mar, en huichol) y ser una mujer hermosa, no escribe tan mal... Y fue una delicia. En plena madurez, su voz ha cambiado, más no envejecido; con sorprendente flexibilidad, modula suavidad y potencia. De movimientos lánguidos y elegantes, vestida a la mexicana, como siempre, habla parsimoniosamente, pero sin solemnidad, con lucidez y un sentido del humor ágil y sutil a la vez. Su rostro, mapa moreno del mestizaje hecho canto, parece tener la práctica maestría de una gesticulación estudiada. Ese rostro de pómulos inmensos, ojos ligeramente saltones y labios orientales, es tan ambivalente como la aparente fragilidad de su cuerpo.

Al presentar «La última palabra» en un adelanto de su nueva producción, dijo que el arreglo de esta canción tenía el sonido intencional de "un cabaret de tercera a las cuatro de la mañana" y la cantó en su versión "arrabalera", pero sin el efecto electroacústico ("seudo radiofónico", lo llamé después), ausencia con la que puede resultar tolerable y hasta disfrutable, según el estado de ánimo y, en su caso, la ignorancia que pone a salvo a cualquiera de quisquillosidades. Luego del concierto y la firma de autógrafos, le dije que su propia definición del desarreglo que habían hecho resumía todas mis críticas y nos hubiera ahorrado la discusión, a lo cual respondió con una risa explosiva, rebosante de la frescura y la jovialidad que yo había perdido absolutamente, quizás en el camino a Radio UNAM, donde tuvo lugar la presentación.

[] Iván Rincón 4:08 PM

Octubre 20 de 2008

¿Será en vano acaso el aullido de los lobos en sus gélidas noches de insomnio y luna llena? ¿Será en vano su llamado melancólico al amparo del bosque y al socaire de la estepa, voz perdida en los médanos del desierto y el rumor de la selva? ¿Se perderá su música en la distancia del horizonte como un grito en la inmensidad del vacío que dejó tu partida? ¿Se perderá también en lontananza el viento que silva entre las ramas y hace volar a las hojas amarillas como polillas o mariposas monarcas?

Una de estas noches se encontrarán nuestros pasos a la luz de los faroles y la sombra de los árboles y las estatuas con el paso del tiempo, el baboso rastro de los caracoles y el crujir de las hojas muertas en otoño, temporada en que se sienten inspiradas para el suicidio, así como las noches de insomnio y luna llena son propicias para la muerte voluntaria de los poetas, cuando los lobos aúllan para confirmar su lugar en el infinito, porque la certidumbre de su infinitesimal tamaño con respecto al universo es mayor que la de un ser humano. Los lobos no aúllan al cielo en vano.

En vano ha sido mi renuncia, pues he visto gravitar en la espesura tu atuendo vaporoso, tu cabello largo, y te he llamado en silencio desde la soledad del laberinto; he buscado tu rostro en la oscuridad de la memoria y he seguido tu rastro en la arena del sueño que acecha el alba, donde escribí tu nombre y dibujé tu recuerdo, tu nombre que alguna vez grité desde la profundidad del abismo, tu recuerdo borrado por el viento del olvido, y mi grito extraviado en la inmensidad del vacío...

Además arrojé tu nombre al mar dentro de una botella para que algún día te sumes a mi naufragio y no sea del todo en vano. Por eso el mar sabe tu nombre, pero yo he terminado por confundir el rumor de las olas con el paso de las horas y los días. Yo, que soy mi propia isla, si acaso recuerdo algo, es que hubo lobos aquí, pero también se han ido; me he quedado solo con mi delirio, buscando a ciegas tu mano en la oquedad, y todo ha sido en vano. Ahora no hay nada más triste que un plenilunio sin aullidos que acompañen su reflejo de luz intensa pero ilusoria como la ausencia nocturna de los pájaros.

Los lobos no aúllan al cielo en vano, pero yo sí.

[] Iván Rincón 11:55 PM

Octubre 12 de 2008

En el texto publicado aquí el 11 de septiembre, despublicado inmediatamente y republicado unos días después, pero con la misma fecha y tan modificado que parece otro, fue suprimida una parte alusiva a Oaxaca. Quizás alguien la haya leído. Cinemark parecía burlarse del público, por no decir su clientela, y yo me burlaba de Cinemark en un tono parecido al de Carlos Monsiváis cuando se siente pletórico de ingenio y es más bien insoportable. En vez de trabalenguas, escribí tragalenguas, lapsus que me hacía parecer un genio. ¿A poco ño, ñero?

Lo que se refiere a Oaxaca debí escribirlo hace dos años, cuando comenzó a dar vueltas en mi obsesiva mente (en mí, obsesivamente), a saber, que así como la tragedia ocurrida el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York prácticamente borró de la memoria colectiva la del 11 de septiembre de 1973 en Chile (al menos entre quienes están bajo la influencia mediática del capitalismo), en septiembre de 2006, la guerra desatada por Ulises Ruiz Ortiz contra el pueblo de Oaxaca estaba en uno de sus niveles más altos de tensión, lo cual ocasionó que mucha gente medianamente informada olvidara que en esos días cumplía una década el golpe de estado a escala en Loxicha y la cacería emprendida a partir de entonces. Me refiero a la gente medianamente informada, pues la que vive en el limbo y su mundo se reduce a la televisión no tiene nada qué olvidar. La cacería en Loxicha con el pretexto del EPR es comparable con la guerra del chacal y sus esbirros en cuanto a números de personas asesinadas o detenidas, así como de familias enteras que tuvieron que abandonar sus casas y desterrarse, o gente que ha vivido escondida o en el exilio. Algunas de las personas detenidas por su presunta participación en acciones del EPR continúan en prisión a pesar de la defensa legal que asumió el despacho jurídico de Israel Ochoa Lara y que ha logrado liberar a la mayoría. La tragedia de Loxicha pasó al último plano de la memoria en el mejor de los casos y al olvido absoluto en el peor de ellos, también a pesar de que dos ciclones sucesivos devastaron la Sierra Sur de Oaxaca luego de que los caciques locales y sus bandas armadas recuperaran el control de la región con el apoyo del ejército federal y la policía. El desgobierno del estado y la gerencia del país bendecirían ese golpe y su cauda represiva, como el imperio/emporio había bendecido el golpe militar en Chile y como la usurpación del poder en Oaxaca por el chacal y sus esbirros bendijeron después el golpe militar de Calderón y su mafia, tal como los golpistas a nivel nacional bendijeron la guerra del chacal y sus esbirros... La complicidad como sistema es también un círculo de impunidad. ¿Qué sería del demente que se robó la presidencia de Estados Unidos con dos fraudes electorales sucesivos sin la tragedia del 11 de septiembre? ¿Qué habría sido de la Junta Militar en Chile sin el Pentágono y la CIA? ¿Qué sería del chacal sin la materia fecal en que se apoya? ¿Y qué sería de la materia fecal sin el crimen organizado? La respuesta es la misma en todos los casos: serían piezas sobrantes de un rompecabezas llamado mundo feliz.

Con esto doy por terminado el texto del 11 de septiembre, al que todavía ayer hice una última corrección. Ese es quizás el texto más manoseado que he escrito, lo que me hace pensar que, como escritor, soy un buen escultor.

[] Iván Rincón 4:02 PM

Posdata que trata de parecerse a las del Subcomandante Marcos y no puede porque son más bien las posdatas del Subcomandante Marcos las que se parecen a las mías. Por no pecar de modestia, parece que un par de periodicazos detuvo la destructividad compulsiva de los talavalles en las delegaciones Coyoacán y Benito Juárez, al menos por el momento. Primero fue una nota informativa en La Jornada y después una carta en El Correo Ilustrado. La carta decía: "Los árboles que no encontramos hechos pedazos de un día para otro son mutilados a lo bestia o borrados de plano". Ahora dice: "Los árboles que nos encontramos hechos pedazos de un día para otro son mutilados a lo bestia o borrados de plano". Eso es lo de menos, sobre todo comparado con "correcciones" anteriores, porque siempre son alteradas las cartas que uno envía y parece que a veces lo hicieran con dolo, como cuando cambiaron el nombre del Concierto Maratónico "El silencio es complicidad" por "El silencio es complicado". Ellos no fueron los únicos. En Radio Educación le pusieron "El silencio es complícito" (sic) y "El silencio es excelencia". Carajo. Decir "El silencio es complicidad" requería de una gran solidaridad por parte de La Jornada y una inteligencia extraordinaria en Radio Educación. Pero eso es lo de menos, decía. ¿Recuerdan ustedes un texto en el que me referí a un árbol inmenso de retorcida belleza, posiblemente centenario, cuyo tronco había crecido horizontalmente hacia la calle? ¿Recuerdan lo que dije: que las "autoridades" de Coyoacán lo talarían por estorbar al coche que no pudiera estacionarse allí? Lamento en lo más profundo del alma que mi pronóstico haya sido acertado. Toda una vida había pasado por allí, pero bastó con que yo lo viera detenidamente y augurara su muerte para que, poco tiempo después, quizás al día siguiente, llegara la barbarie que se cree civilización y arrasara con ese monumento a la naturaleza. Estas horribles imágenes (una y dos) son el rastro del árbol en Avenida México, a unos pasos de Centenario, en el centro de Coyoacán, y de la destrucción asesina que asola esta ciudad y cuyo saldo es comparable con el de un huracán, un terremoto, un tsunami o la ira de Dios. Quizá los talavalles "se sienten Dios en el poder" («El Precioso» dixit). Por lo pronto, parece que algo los contuvo...

[] Iván Rincón 4:35 PM

Octubre 2 de 2008

Te quedarás sin lectores, que de por sí no son precisamente una multitud, si vuelves al tema, dijo mi otro yo con una voz tan distinta y distante a la mía que más bien parecía un mensaje telepático. Me subestimas, respondí en silencio. En primer lugar, escribo para mí, que seguiré leyéndome hasta que muera y si alguien más lo hace no espero que sea un público masivo, sino uno que otro ser que piense por todos los que no me leen. Pasaron unos segundos, que aproveché para revisar mi respuesta, y entonces mi otro yo rompió el silencio con una carcajada reverberante que se elevó hasta perderse entre los nubarrones que dejaban atrás la noche tibia del miércoles y se adentraban en la madrugada fría del jueves. El tema que, según aquella extraña voz, me dejaría sin más lector que yo, era el de la barbarie que amenaza con dejar sin árboles esta ciudad, empezando por el sur, en donde vivo, por donde paso y hacia donde miro. ¿Cómo pensar en otra cosa -me pregunté- si es lo primero que veo en cuanto salgo a la calle: árboles menos, restos y restas de árboles grandes, medianos y pequeños, vestigios como reliquias, reliquias como vestigios, huellas del aplastante paso de una demencia con suficiente poder para borrar y barrer impunemente con todo lo que tenga vida y no se mueva, no se defienda, no hable, no proteste, no denuncie el atropello, reciedumbre de esta locura ecocida, esta destrucción a gran escala que parece ser el signo de los tiempos en la ciudad de la esperanza de llegar a salvo a casa, una vez calmado el régimen policiaco?

Había escrito con repetitiva insistencia que alrededor del Museo Nacional de las Intervenciones, en donde hago ejercicio, fueron talados árboles que tenían hasta un metro de diámetro. Había escrito después que brotaron retoños de sus restos mortales. Observando maravillado este milagro, distinguí en la penumbra que un perro, seguramente muy grande, había defecado en uno de los troncos mutilados, entre los retoños, como antes ocurrió frente a mi edificio. Ahora me encuentro con otro símbolo de la ignominia que desgobierna esta ciudad: quienes talaron los árboles regresaron días después y arrancaron los retoños. Todos. No dejaron nada más que la base pelona del árbol sin árbol y la mierda intacta como corolario. Ante esta desolación escatológica, me pregunté por qué no arrancarían de una vez las raíces. "No les des ideas", dijo mi otro yo, ahora con voz de mujer (1). Aquí son más metódicos, pensé, inclusive implacables, pero tampoco son radicales. De hecho, no hay gran diferencia entre una mafia de color azul y una de color amarillo. Las de color amarillo suelen aliarse con sectores reaccionarios por ser también pudientes, como lo hizo Dolores Padierna, entonces llamada La Talibana, en la delegación Cuauhtémoc, al hacer su campaña contra los antros gay de la Zona Rosa y particularmente contra El Taller, por ser el más emblemático. En Coyoacán decidieron darle gusto a la derecha yunquista que hace marchas con la consigna de que "iluminemos México". Por eso hay faros gigantes que nos hacen sentir en una cárcel de alta seguridad al pasar por cualquier parque o plaza pública. A semejante irracionalidad, que agrede a la vista y al cerebro, y ofende a la dignidad, le llaman seguridad pública.

"Te quedarás sin lectores", remedé a mi otro yo. Si algo realmente me preocupa es que nos quedemos sin árboles...

Al ver la hora en el reloj Casio que me costó doscientos pesos en el Tepito de Acapulco y, a diferencia del que me robaron y costaba más del doble, tiene luz, confirmé que era dos de octubre, una fecha idónea para pronunciarse en contra de la barbarie en cualquiera de sus formas y en cualquier lugar del mundo, sea Fallujah o Kosovo, Ciudad Juárez o Tlatelolco, Benito Juárez o Coyoacán, sea una masacre de niños o mujeres, animales o árboles. Viendo mi reloj de doscientos pesos, que tiene además seis alarmas, dos cronómetros y la hora de todo el mundo, escuché que un vehículo pesado se acercaba a mis espaldas. Por el motor supuse que sería un tractor extraviado, pero, al voltear sobre mi hombro, descubrí boquiabierto que era un tanque de guerra, que subió a la banqueta y embistió a todos los árboles, derribándolos hacia mí, en la dirección que seguía, como si el objetivo fuera yo, así que eché a correr sin entender nada, cuando un disparo de cañón derribó el portón de la casa de Dios. Para mayor sorpresa mía, detrás del tanque venía un grupo de curas con una manta que decía: "¡Estamos con usted, Señor Presidente! ¡Hay que detener la conspiración comunista!" Y detrás de los curas, una turba de ebrios con grandes sombreros y banderas de México, gritando, caguama en mano: "¡Viva México, cabrones!" Esos han de ser la reminiscencia de septiembre, cuando hacen su agosto los franeleros de Coyoacán, pensé, ahora con permiso del desgobierno delegacional para vender protección. Corrí entonces hacia Xicoténcatl, en donde me cerró el paso un ejército de violadores con uniformes grises. Esta no es la pesadilla del dos de octubre, dedujo mi otro yo con voz de locutor al aire desde una emisora clandestina. Brillante conclusión, comenté corriendo por una bocacalle.

Ignoro de dónde habrá salido una multitud enardecida y armada de bazucas artesanales, bombas molotov con gasolina y clavos, resorteras, tubos y piedras. El zafarrancho no se hizo esperar. La confusión aumentó en la medida que surgieron grupos de la más diversa índole, inclusive una pandilla de niños, incalculablemente numerosa, que se enfrentó a pedradas con el tanque de guerra y otros vehículos blindados y artillados, y los dejó en calidad de chatarra.

El caos habrá durado unas ocho horas, al cabo de las cuales no había más que humo y destrucción, cadáveres esparcidos entre vehículos en llamas. Los sobrevivientes habían abandonado el campo de batalla, con excepción de uno al que parecía no quedarle un ápice de cordura. El demente pateaba y golpeaba con un palo el cuerpo inerte de una mujer indígena; sin advertir mi presencia, le arrancaba la ropa y la mordía como si tuviera rabia. Agitado, el individuo se desabrochó el pantalón y sacó su pene erecto para orinar sobre el cadáver. Al orinar, el pene perdió su erección y la bestia se lo guardó, se abrochó el pantalón y volteó a verme con los ojos inyectados y espuma en la boca. Entonces lo reconocí. Era Ulises Ruiz Ortiz. "No investigues si tengo nexos o no con el cártel del Golfo", me dijo. "Investiga el posible negocio maderero de Germán de la Garza. Investígalo a él, porque si me investigas a mí, voy a violar a tu esposa antes de matarla y también a tus hijos antes de comérmelos vivos". En busca de una piedra para arrojársela, encontré a primera vista una bazuca. La recogí. Estaba cargada con un petardo. Apunté hacia el chacal, pero ya no estaba. En su lugar había una hiena, que echó a correr al ver que yo le apuntaba. Disparé de todos modos y atiné a herir una de sus patas traseras. La hiena siguió corriendo, cojeando y emitiendo un alarido monstruoso que, paradójicamente, parecía tener algo de humano.

Por supuesto, dijo mi otro yo. Hay que averiguar a dónde llevan los árboles que talan y qué hacen con ellos. Esta vez no habrá Humberto Musacchio ni cobarde por el estilo que salga en defensa particular de la gran mafia que está destruyendo la ciudad... Una de las alarmas del reloj Casio de doscientos pesos me hizo poner de nuevo los pies en el suelo. Recordé que ese reloj me lo había vendido una adolescente morena que, mientras me explicaba cómo usarlo, acariciaba mis muslos con los suyos, ella de minifalda y yo en pantalón corto, ella imperturbable y yo sudando a mares. Miré a mi alrededor, entre el Parque Xicoténcatl y el Museo Nacional de las Intervenciones, y decidí regresar con la luz del día a fotografiar los árboles sobrevivientes del holocausto antes de que fuera demasiado tarde, y después hacer lo mismo con sus restos y restas cuando los hubieran borrado y barrido. Por hoy es todo, me dije.

No te faltarán lectores -sentenció mi otro yo- mientras tengas enemigos.

[] Iván Rincón 9:36 PM